
Atrás quedan dos domingos cuyo significado especial, la conmemoración de los fieles difuntos y la solemnidad de la basílica de Letrán, cátedra del sucesor de Pedro, nos han alejado de la lectura continuada del texto lucano, propia de este ciclo litúrgico.
En este domingo XXXIII del tiempo ordinario retomamos la lectura meditada de san Lucas. Nos situamos en la ciudad de Jerusalén donde el evangelista nos narra las diversas controversias de Jesús con los jefes de Israel. El texto recoge el anuncio de la destrucción del templo y enumera, a continuación, los signos del fin junto al anuncio de las persecuciones a la comunidad (cf. Lc 21,5-19).
La comunidad no vive su mejor momento. La anunciada y esperada segunda venida de Jesucristo, se demora y la desesperanza crece. Tampoco ayuda para estar animosos la situación social y política. Jerusalén, incluido el símbolo religioso del templo, han sido destruidos. Los discípulos del Resucitado son perseguidos y muchos martirizados. La comunidad se ve obligada a volver a la monotonía diaria. Es una época difícil donde la esperanza se encuentra herida.
La narración de san Lucas, no olvidemos que escribe su evangelio entre los años 80 y 90 d.C., en esta ocasión pretende tranquilizar a sus lectores diciendo que las cosas no escapan al control de Dios, aunque pueda parecer a simple vista lo contrario, «aunque no quede piedra sobre piedra» (vv. 5-8). Es lógico que los discípulos, al oír que Jerusalén iba a ser destruida, pregunten sobre los signos que anuncien esta desgracia. Para un judío de la época la destrucción de la Ciudad santa estaba relacionada con el fin del mundo.
La catequesis es clara. No se debe unir las catástrofes y las persecuciones con el fin del mundo. Jesús insiste en que la comunidad «no tenga miedo», «porque el fin no es inmediato». Mientras tanto, la Iglesia ha de pasar por la purificación de las persecuciones y sufrimientos como oportunidad para el discípulo de dar testimonio. La ayuda divina está asegurada porque el Señor dará a los perseguidos y «odiados por todos a causa de su nombre» la sabiduría necesaria para defenderse «sin que peligre ni uno solo de sus cabellos».
Ante toda circunstancia adversa, la vida en sí es conflicto y agonía, el evangelio invita “a no perder los papeles” y ser persevantes. La perseverancia, en definitiva, la capacidad de aguante y resiliencia, es una virtud poco valorada en nuestros días porque ésta se fragua en el yunque de la vida y la resolución de conflictos. Solo en el yunque se puede modelar piezas magníficas. Así ocurre en nuestras vidas. De tal modo que, ante la dificultad, con la ayuda del Señor, hemos de mantenernos siempre firmes y perseverantes.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat