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Cuando la discriminación positiva socava el Estado de derecho

Antonio Guerrero Ruiz

La discriminación positiva nació como un intento noble: corregir desigualdades arraigadas y compensar a quienes históricamente quedaron al margen de las oportunidades. Su propósito es ético, incluso necesario en ciertos contextos. Sin embargo, desde una mirada filosófica surge una tensión profunda: ¿qué ocurre cuando, para hacer justicia, la ley deja de ser imparcial? ¿Puede un Estado de derecho mantenerse firme si abandona la universalidad que lo define?

El Estado de derecho se sostiene sobre un principio fundamental: la igualdad ante la ley. La norma no distingue personas, identidades ni trayectorias; se aplica por igual a todos, porque solo así puede proteger a todos. Cuando la ley comienza a mirar quién eres antes de decidir cómo actuar, la balanza deja de estar equilibrada. En ese momento, la justicia —que debería ser ciega— levanta ligeramente la venda.

La discriminación positiva introduce precisamente esa excepción. Al otorgar ventajas jurídicas o institucionales basadas en la pertenencia a un grupo, transforma al ciudadano en categoría. El individuo deja de ser tratado como sujeto autónomo y pasa a ser evaluado según rasgos que no siempre controla. La ley, en lugar de servir como marco neutral, se convierte en un mecanismo diferenciador. Así, una medida nacida para compensar desigualdades puede generar nuevas desigualdades no previstas.

Filosóficamente, esto plantea un dilema. Kant defendía que una norma solo es justa si puede universalizarse. Pero una política que favorece a unos y excluye a otros no puede aspirar a esa universalidad; es una ley parcial, dependiente del contexto y de la identidad. Y cuando la justicia depende de la identidad, el derecho se vuelve frágil. Lo que empieza siendo temporal corre el riesgo de institucionalizarse, y la excepción termina ocupando el lugar de la regla.

La alternativa no es abandonar la lucha contra la desigualdad, sino cambiar la estrategia: reforzar capacidades —educación, oportunidades, condiciones materiales— sin sacrificar la igualdad ante la ley. La justicia puede reparar, pero sin dejar de ser imparcial.

En definitiva, el desafío no es elegir entre igualdad o equidad, sino comprender que la equidad pierde sentido cuando mina al propio marco que la sostiene. La discriminación positiva no puede arruinar el estado de derecho estableciendo diferencias.

Sumario: La discriminación positiva rompe la igualdad ante la ley.
Cuando la justicia distingue identidades, pierde imparcialidad

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Antonio Guerrero Ruiz

Doctor en Filosofía. Profesor UNED

Presidente Filosofía en la calle

Comité bioética Poniente y Observatorio Internacional OIDDHH

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